Apenas desembarcamos, nuestra recién ampliada familia estuvo a punto de perder uno de sus miembros. En cuanto la lancha se detuvo y mi mamá pronunció la tan esperada palabra “¡vaya!”, salté con todo el impulso de mis torcidas patas sobre el muelle, mucho antes que cualquiera de los pasajeros bípedos con sus piernas derechas.

Lo primero que me enseñó mi inexperta mamá al dejar mi gasolinera fue a levantarme.

-¡Arriba!- decía, poniéndome un plato con carne y arroz ante el hocico, ante lo que el esqueleto incapaz de estirar las patas traseras que era yo entonces, respondía tambaleándose. Y no me daba la comida hasta que no estaba en pie, para que se hagan una idea de lo que me esperaba...

Cualquiera pensaría que tener una mamá como la mía es sinónimo de estar en buenas patas.

Yo también lo creía hasta nuestro último viaje, del que regresé más agitada que las maracas de Machín… Pero no adelanto acontecimientos, acá va nuestra terrible historia desde el principio de los tiempos...

Debido a que me encontraba convaleciente y que el nuevo amigo de mi mamá está estrenando carro -por lo que no se baja de él ni a patadas-, decidimos viajar en él en nuestro primer viaje juntos :