Hubo un tiempo en que nadie hubiera apostado un peso a que yo me recuperara. Los veterinarios que me vieron a mi llegada a Bogotá eran unánimes: no volvería a correr con la lengua fuera. Pero nadie contaba con el increíble equipo que íbamos a formar yo y mi mamá… Por más que yo temblara de la cabeza a la cola en presencia de humanos y ella fuera una ignorante completa del mundo canino.
Con grandes dosis de paciencia, bastantes medicinas, toneladas de cariño, lágrimas y muchos trocitos de jamón, no solo volví a caminar y a confiar, sino que, siguiendo sus pasos, me convertí en una auténtica Lindiana Bones, con más millas que un piloto de Avianca. Hoy, con la espalda en forma de “S” y una pata suelta, recorro el mundo defendiéndola de todas las amenazas que la acechan, habitualmente vacas, iguanas y patinadores. Pero no creas que mis competencias acaban ahí: también sé detenerme sola ante los pasos de cebra, orinar cuando me lo pides, viajar en moto-taxi, detectar pescado podrido con el que perfumarme en un radio de miles de kilómetros de distancia y saludarte con un parado de cola que te dejará sin aliento.