Hoy, como otros tantos días, acompañé a mi mamá hasta el centro disfrutando de la algarabía y de los variados olores de la Carrera Séptima.

Una vez en la puerta de su Universidad, me hizo sentar y, a continuación, me dijo:

-Espérame aquí, Linda-, dándome, como siempre, una cariñosa palmadita en la cabeza.

A Alexa Rodriguez y su amorosa familia

Entonces, un buen día, nuestras compañeras de aventuras Alia y Serap se fueron.

Al otro día se fue el resto de turistas.

También mi mamá y yo tomamos una embarcación para regresar a participar, aunque fuera desde la grada, en las Olimpiadas indígenas; en el Festival de Murga, Baile y Cuento de Puerto Nariño, y en la parranda vallenata que nos acompañó cada noche mientras permanecimos allá.

Apenas desembarcamos, nuestra recién ampliada familia estuvo a punto de perder uno de sus miembros. En cuanto la lancha se detuvo y mi mamá pronunció la tan esperada palabra “¡vaya!”, salté con todo el impulso de mis torcidas patas sobre el muelle, mucho antes que cualquiera de los pasajeros bípedos con sus piernas derechas.

A mi mamá no le gusta Bogotá, por el clima, el humo de las busetas, y los trancones. A mí el clima sí me gusta, pero como no tengo ni voz ni voto en esta relación materno-filial, a las pocas semanas de regresar a Colombia después de pasar más de medio año en España, me tocó embarcarme de nuevo en un vuelo con destino a Santa Marta.

El plan: pasar una semana solazándonos -es un eufemismo: yo lo llamo torrarnos- al sol, escuchando vallenato, oliendo redes de pescadores e intentando comer -o incluso revolcarme- en restos de pescado podrido a sus espaldas.

¿Pensaban que, después de verme viajar en el regazo de mi mamá, lo habían visto todo en el transporte por carretera viajando por mi país?

Faltaba el desplazamiento desde Popayán hasta un cruce antecitos de San Andrés de Pisimbalá, a ciento y pico kilómetros de distancia de la capital del Cauca -Popayán- por carretera destapada, y podría decirse que hasta tortuosa...

Mi mamá viaja de pie todo el trayecto.

Lo primero que me enseñó mi inexperta mamá al dejar mi gasolinera fue a levantarme.

-¡Arriba!- decía, poniéndome un plato con carne y arroz ante el hocico, ante lo que el esqueleto incapaz de estirar las patas traseras que era yo entonces, respondía tambaleándose. Y no me daba la comida hasta que no estaba en pie, para que se hagan una idea de lo que me esperaba...

La siguiente etapa de nuestro viaje es Silvia, Cauca, tierra de guambianos.

La carretera de San Agustín a Popayán, capital de la región, es tan tremebunda -con unos huecos que hacen que los pasajeros golpeen sus cabezas contra el techo- que mi mamá se salta todos sus principios educativos conmigo y, en lugar de viajar conmigo en el piso, como siempre, viajamos así la primera hora:

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Tras pasar cuatro días con una sonrisa de oreja a oreja -mis acompañantes, de felicidad; yo, del calor tan berraco que pasé en el desierto de la Tatacoa- en seis horas -para que lo entiendan bien, después de coger un autobús y dos camionetas- cambiamos por completo de escenario: las formaciones en arenisca de colores dan paso a verdes montañas; y los cactus a estatuas sobre cuyo origen muy poco se sabe.