A mi llegada a Bogotá me esperaba, sin embargo, otra desagradable sorpresa…

… Mi veterinario, con otra jeringa en la mano, para inyectarme mi segunda y última dosis de antibiótico contra la babesia. Yo, que ya empezaba a levantar cabeza, vomité una vez más todo lo que tenía en el estómago en mitad de la escalera de mi edificio y me pasé el resto del día con el rabo entre las piernas, sumida en un profundo malestar.

Ahí es cuando tomé la decisión que muchos compañeros yonkies han abordado en un momento de aguda crisis existencial: iba a dejar las drogas de una vez por todas.

De todos es sabido que la Ciencia médica, igual que otras muchas, no es una ciencia exacta.

Partiendo de ese presupuesto, sin embargo, o yo soy un caso clínico que merece pasar a los anales de la historia como uno de los más discutidos desde que se fundó la rama veterinaria, o estoy tardando más tiempo en recuperarme a la vez que mi mamá está sufriendo muchos más quebraderos de cabeza, preocupaciones y sobresaltos -y está derramando muchas más lágrimas y gastando mucho más dinero del necesario- debido a cierta incompetencia o –incluso algunos amigos y/o compañeros colombianos insinúan- mala fe para sacarle la “platica” porque sus “zetas” revelan que no es de por acá.