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-¿Sabes cómo es cuando conoces a alguien y sabes que es él?-.

De este modo se refería Laura a mi papá, con quien compartía su vida desde hacía un par de meses.

La conocimos, junto con mi abuelita, en su casa en diciembre. Ellos iban a vivir juntos en el apartamento que Steven acaba de comprar, una bonita casa, al norte de Bogotá que quería renovar con sus propias manos; y nosotras necesitábamos un nuevo techo antes de que Pecas acabara con todas nuestras pertenencias (aquí), por lo que mi papá, como siempre, deseoso de ayudar, nos puso en contacto.

Mi incontinencia sufrió su pico más agudo de todos los tiempos precisamente ese día:

Ayer mataron a mi papá Steven Heller, en la Vega, Colombia, para robarle su bicicleta.

Desde que escuché a mi mamá llorar, gritando su nombre, en el café de internet donde recibimos la noticia, estoy escondida tras la mesa, enredada entre los cables, inmóvil. Quienes se asoman sólo alcanzan a ver mis almohadillas traseras.

A la vista de que en Bogotá con mi papá, mis paseos, sus estudiantes, y Facebook, no se concentra, mi mamá decide, tras meses de procastinación, fugarse a una finca remota para, por fin, encontrar la musa que se le escondió entre el humo de los carros y el trancón desde que regresáramos a nuestra ciudad adoptiva, y finalizar su libro sobre el viaje que hizo en solitario por Asia con mi hermana, Milady.

Para quien no lo sepa Milady es su bicicleta.

Mi mama es profesora de leyes y, por tanto, a menudo emplea aforismo latinos que, sin embargo, no se circunscriben a su trabajo sino que se plasman, a menudo, también en el ámbito familiar. En concreto, el que da título a esta entrada preside nuestra vida diaria desde los tiempos en los que, debido a la reciente fractura de mis patas por el atropello de un carro en mi gasolinera natal, yo no quería caminar.

Dedicado a Isa Paz, mi amiga en la distancia que me procuró el atrezzo

Como siempre que estamos en Bogotá, esta mañana salí a pasear a un parque con mi mamá.

Como siempre que estoy en el parque, hice varios amigos.

Como siempre que hago amigos, nos siguen durante un ratito.

Pero esta mañana, a diferencia de lo que ocurre siempre, el gigante y peludo pastor ovejero que nos siguió no tenía papá ni mamá a la vista... Nadie pendiente de él a lo largo y ancho del Parkway.

Nadie.

Como ya saben, al año y medio de recogerme, mi mamá adoptó a otro miembro de la familia que también encontró en la calle: mi papito.

En los últimos cinco meses logró educarlo, igual que a mi, hasta convertirlo en un ejemplar digno de admiración, aunque -no se lo vayan a decir a él, que es muy sentido- su cabeza ha resultado ser más dura que la mía.

A mi mamá no le gusta Bogotá, por el clima, el humo de las busetas, y los trancones. A mí el clima sí me gusta, pero como no tengo ni voz ni voto en esta relación materno-filial, a las pocas semanas de regresar a Colombia después de pasar más de medio año en España, me tocó embarcarme de nuevo en un vuelo con destino a Santa Marta.

El plan: pasar una semana solazándonos -es un eufemismo: yo lo llamo torrarnos- al sol, escuchando vallenato, oliendo redes de pescadores e intentando comer -o incluso revolcarme- en restos de pescado podrido a sus espaldas.

¿Pensaban que, después de verme viajar en el regazo de mi mamá, lo habían visto todo en el transporte por carretera viajando por mi país?

Faltaba el desplazamiento desde Popayán hasta un cruce antecitos de San Andrés de Pisimbalá, a ciento y pico kilómetros de distancia de la capital del Cauca -Popayán- por carretera destapada, y podría decirse que hasta tortuosa...

Mi mamá viaja de pie todo el trayecto.

Lo primero que me enseñó mi inexperta mamá al dejar mi gasolinera fue a levantarme.

-¡Arriba!- decía, poniéndome un plato con carne y arroz ante el hocico, ante lo que el esqueleto incapaz de estirar las patas traseras que era yo entonces, respondía tambaleándose. Y no me daba la comida hasta que no estaba en pie, para que se hagan una idea de lo que me esperaba...