De camino a casa, y dado que amanezco animada, llegamos hasta los pies del Nevado del Ruiz, no sin antes ser víctima de una agresiva requisa de la policía antidroga, presumo que ante las sospechas que despierta un joven con gorra del revés y gafas de sol manejando tremendo carro. O quizás es que les llegó un soplo de que llevábamos pastillas de desparasitante canino importadas de EEUU, antidiarréico, jarabe, y gotas para fortalecer el sistema inmunitario que le pasó mi veterinario antes de salir…

Sacan a nuestro acompañante del cubículo y, mientras le interrogan, uno de los policías le hace unas caricias tan contundentes con las manos en alto, sobre todo por la parte de la cola, que me dan ganas de ponerme a su ladito para que me las haga a mí también.

Cualquiera pensaría que tener una mamá como la mía es sinónimo de estar en buenas patas.

Yo también lo creía hasta nuestro último viaje, del que regresé más agitada que las maracas de Machín… Pero no adelanto acontecimientos, acá va nuestra terrible historia desde el principio de los tiempos...

Debido a que me encontraba convaleciente y que el nuevo amigo de mi mamá está estrenando carro -por lo que no se baja de él ni a patadas-, decidimos viajar en él en nuestro primer viaje juntos :