A quien le arrojan palos, ya sea para jugar o para que me aleje del lugar ipso facto -como me ocurrió con unos trabajadores de la bien llamada Bogotá Humana (porque muy perrunos, la verdad, no fueron)-, generalmente es a mí.

Por eso mi mamá no sale de su asombro con lo que le ocurrió durante nuestro paseo de hoy:

Como ya saben, al año y medio de recogerme, mi mamá adoptó a otro miembro de la familia que también encontró en la calle: mi papito.

En los últimos cinco meses logró educarlo, igual que a mi, hasta convertirlo en un ejemplar digno de admiración, aunque -no se lo vayan a decir a él, que es muy sentido- su cabeza ha resultado ser más dura que la mía.

Lo primero que me enseñó mi inexperta mamá al dejar mi gasolinera fue a levantarme.

-¡Arriba!- decía, poniéndome un plato con carne y arroz ante el hocico, ante lo que el esqueleto incapaz de estirar las patas traseras que era yo entonces, respondía tambaleándose. Y no me daba la comida hasta que no estaba en pie, para que se hagan una idea de lo que me esperaba...

A mi llegada a Bogotá me esperaba, sin embargo, otra desagradable sorpresa…

… Mi veterinario, con otra jeringa en la mano, para inyectarme mi segunda y última dosis de antibiótico contra la babesia. Yo, que ya empezaba a levantar cabeza, vomité una vez más todo lo que tenía en el estómago en mitad de la escalera de mi edificio y me pasé el resto del día con el rabo entre las piernas, sumida en un profundo malestar.

Ahí es cuando tomé la decisión que muchos compañeros yonkies han abordado en un momento de aguda crisis existencial: iba a dejar las drogas de una vez por todas.