Mientras el decagenario conocido, hace escasas semanas, como “El karma de Monguí” se recupera de la indolencia humana en una exclusiva clínica del norte de la capital colombiana, su rescatista -la escritora, productora cinematográfica, actriz y modelo Linda Guacharaca- revela, en multitudinaria rueda de prensa a orillas Mediterráneo, todo lo que siempre quisiste saber y nunca te atreviste a preguntar sobre este nuevo escalofriante caso de supervivencia animal.

A quien le arrojan palos, ya sea para jugar o para que me aleje del lugar ipso facto -como me ocurrió con unos trabajadores de la bien llamada Bogotá Humana (porque muy perrunos, la verdad, no fueron)-, generalmente es a mí.

Por eso mi mamá no sale de su asombro con lo que le ocurrió durante nuestro paseo de hoy:

Al día siguiente me negué rotundamente a poner las patas mordidas al otro lado del umbral de la cabaña… Te apuesto lo que quieras a que tú hubieras hecho lo mismo.

Como mi mamá ya se conoce todas mis mañas y mis fobias, con mucha paciencia y algo de insistencia logró que asomara mi telescópica nariz por la puerta; luego medio cuerpo;  luego cuerpo entero… y finalmente la cola.

Como ya saben, al año y medio de recogerme, mi mamá adoptó a otro miembro de la familia que también encontró en la calle: mi papito.

En los últimos cinco meses logró educarlo, igual que a mi, hasta convertirlo en un ejemplar digno de admiración, aunque -no se lo vayan a decir a él, que es muy sentido- su cabeza ha resultado ser más dura que la mía.

Lo primero que me enseñó mi inexperta mamá al dejar mi gasolinera fue a levantarme.

-¡Arriba!- decía, poniéndome un plato con carne y arroz ante el hocico, ante lo que el esqueleto incapaz de estirar las patas traseras que era yo entonces, respondía tambaleándose. Y no me daba la comida hasta que no estaba en pie, para que se hagan una idea de lo que me esperaba...