Mi primera acampada… ¡Chispas!

-Y… ¿Habrá fogata?- pregunta él, mirando al infinito.

-Si, claro- contesta ella ensoñada, imaginando las llamas reflejándose en sus ojos, acurrucados, uno junto al otro, en el frío del páramo.

-Pues yo no puedo… ¡Me da asma!-.

Esta, y otras razones de peso, son las que llevan a mi mamá y a mi papito a pasar separados un segundo fin de semana consecutivo: la titular de mi patria potestad en exclusiva, es en esta ocasión, mi mamá, que me lleva a caminar bajo la luna llena por los cerros orientales de Bogotá para experimentar algo que me hace muchísima ilusión…. Buscar un entorno bonito, montar una casita para nosotras de la nada, y pasar la noche defendiéndola de todos los ruidos y sombras de la noche:

¡Mi primera acampada!

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Llegamos con media hora de anticipación al punto de encuentro y yo me afino la garganta para la noche que me espera ladrando a todos los indigentes que se acercan a pedirle dinero a mi mamá. Vamos en el carro de nuestro amigo Carlos Avellaneda, el macho alfa de Caminantes del Retorno, una empresa dedicada al turismo de naturaleza en Colombia, que, desde que lo ayudo con la guianza en las caminatas, no puede vivir sin mí.

No se lo digan a nadie, pero ella está a punto de abortar la maniobra varias veces…

… Al preparar su morral, que con carpa, saco, aislante, cena y desayuno para las dos, impermeables, ropa y zapatos de cambio, para darse cuenta que es casi más grande que ella y de que, además, tiene una tira rota.

… Al ver el aguacero tremendo que cae apenas minutos antes de ponernos en marcha (nos encontramos en plena época de lluvias en mi país que, recuerden, es tropical).

Además de camino nos advierten que pernoctamos en una finca donde hay perros muy bravos… Por último, al llegar al lugar se da cuenta de que tiene que pasar un control de acceso y ella siempre va indocumentada (los motivos: aquí).

Con su gran sonrisa y su tarjeta del Bancolombia se acerca, con la mano levantada a la altura de la cara a la ventanilla, y se comunica con el sujeto uniformado bajo la gorra de plato:

-Yo no traje mi cédula, espero que pueda identificarme con esto, aunque no tenga foto-.

-Pero señora, ahí no viene ni su nombre…-.

Es cierto, esa es la modalidad de tarjeta que “usa” mi mamá porque, si la pierde, en sólo un día le dan otra nueva en su sucursal.

Llegamos a una zona residencial de lujo de las afueras de Bogotá, a la altura de la calle 237. Las casas son espectaculares, como en Beverly Hills; el control de acceso estricto -aunque no tanto como para quedarnos en tierra-; y está prohibido caminar por la carretera: literalmente una hermosa, cuidada, y aséptica jaula de oro. Noto como se le erizan los pelos del cogote, igual que a mi cuando veo un gato.

Cuando, por fin, abandonamos los vehículos, nos encontramos en pleno campo, a oscuras, si no fuera por los focos de los carros y los frontales que encienden todos los integrantes de la expedición. La esperada luna llena se encuentra oportunamente escondida tras una gruesa capa nubosa. Veo a mi mamá manipulando, a su vez, su luz, con una cara de desconcierto cada vez mayor… -Carajo, si lo cargué el fin de semana anterior y apenas la usé una hora-, leo en sus ojos antes de que una sombra los nuble al darse cuenta de que debió dejarlo encendido y la batería se descargó.

Tener un frontal sin pilas en una caminata nocturna es como tener a la madre, pero tenerla muerta (mi papito dixit). Aun así logra llegar, orientándose por las luces de los demás, al refugio, a media hora de distancia, con amplios tramos de terreno resbaladizo, empinado y embarrado.

A la vista de que la zona de acampada bajo techo se encuentra muy concurrida, buscamos un lugar en los alrededores donde calarnos por completo si llueve durante la noche: el «sarcófago» de mi mamá, por eso de aligerar peso, no tiene doble techo.

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A oscuras, extiende los elementos que no tocaba desde el verano de 2011 (cuando viajó con Milady, mi hermana de dos ruedas, y sus amigos por Kyrguistán) ante mis narices para que los huela: un enorme trozo de plástico sobre el que me acuesto inmediatamente, obediente, dejando las huellas de mis patas embarradas antes de que pueda evitarlo; y una varillas que parecen antenas, por lo extensibles. Mientras engullo mi carne con arroz del tupper, la observo dar vueltas y más vueltas al plástico buscando la hendidura por la que introducir la antena. Se pega la tela a la cara a fin de identificar alguna señal inequívoca de cual es el piso y cual es el techo de la tienda; introduce finalmente la varilla sin mucho convencimiento, recordando que, durante aquel viaje, incluso a la luz del día, tenía que repetir varias veces la operación de montaje por fallas arquitectónicas de mayor o menor gravedad. Y de eso hace ya más de 3 años…

Cuando siente la impotencia quemando al borde de sus ojos me mira y, por la luz que desprenden, veo que, firmemente decidida a rebelarse contra el estado de ánimo que comienza a invadirla, toma una decisión transcendental:

-Linda, hoy dormimos al raso-.

Me hacía ilusión conocer una tienda de campaña por dentro, pero la perspectiva de dormir a 3000 metros de altitud bajo el cielo nublado y goteante sobre nuestras cabezas es, incluso, mucho más épica…

Mi primer vivac con material de acampada… ¡Chispas! (porque noches al aire libre sobre suelo de gasolinera ya pasé bastantes…).

Mientras esperamos que el resto del grupo acabe de montar sus casitas, comemos algo apartadas sobre la hierba mojada. El frío comienza a meterse en los huesos y esa, junto con otras razones de peso, es la que lleva a mi mamá a, pese a no tener linterna funcional, unirse a la caminata.

En ese momento aparece un francés con 3 pilas triple AAA exactamente iguales a las que necesita para su frontal… Cuando apenas llevamos una hora de marcha pisando charcos y sumidos en un túnel de espesa vegetación, comienza a llover… Entre las gotas de lluvia mi mamá percibe un olor y pregunta en alto si alguien va comiendo chocolate.

Una mujer que va tres puestos por delante se da la vuelta, alucinada, preguntándose quién de nosotras dos es la perra de la nariz telescópica… Algo intimidada ante la perspectiva de que mi mamá pueda lanzarse sobre ella para arrancarle el Snikers de un mordisco, decide entregárselo aseverando que ya no quiere más.

Como ven tenemos un claro rasgo de familia, y es que ambas nacimos con una flor en la cola -o en el «culo», como se dice en su país-: yo pasé de casi morirme de hambre, dolor y tristeza en el suelo de una gasolinera de los Llanos orientales, a encontrar un hogar, viajar por medio mundo, convertirme en escritora, y dar conferencias en hoteles de cinco estrellas (aquí). Mi mamá se fue el fin de semana pasado al páramo -uno de los ecosistemas mas duros y húmedos que existen- sin esterilla para dormir -para no cargar peso- y sin zapatos para cambiarse -porque se le olvidaron- y, cuando llegó, ya de noche, tras caminar 8 horas con los pies mojados, al refugio, se encontró con que había unas colchonetas de paja y una de las funcionarias de parques llevaba un par de sobra para prestarle.

Escurriendo los calcetines, para ponérselos al día siguiente...

Escurriendo los calcetines, para ponérselos al día siguiente…

Mientras todos avanzan dando tumbos y resbalones yo correteo, con mi impermeable y mi inconfundible “tumbao” entre sus piernas, emocionadísma. Nunca había caminado de noche en plena naturaleza y todos mis sentidos están a flor de piel. Siento el barro y el agua fría revivificante en las patas, los olores acentuados por la humedad, los ruidos de los 17 animales que me acompañan, que amortiguan, casi por completo, el resto de sonidos del bosque.

Siempre voy delante, con Carlos, ya que, aunque pocos lo saben, soy también soy alfa. En mi día a día no se aprecia porque sigo a rajatabla las instrucciones de mi mamá pero, si me dejas, me convierto en la lideresa de cualquier manada… Igual que Esperanza Aguirre (para quien no sepa: una política del país donde se dice “culo”, que también es una perra).

Esperanza aguirre

De cuando en cuando me doy, sin embargo, la vuelta, para asegurarme de que mi mamá no se pierde… Llego hasta ella, toco su mano con mi nariz, y me dirijo al galope, de nuevo, a la cabecera. A veces la espero sentada al borde del camino. La reconocería con los ojos vendados entre miles de personas por el olor a humedad de sus pantalones -en casa arrendamos una lavadora semanalmente, por lo que no hay espacio donde la ropa de 4 personas pueda secarse en menos de 4 o 5 días-, y el rico olor de su piel… Esto último lo digo -no se lo cuenten a nadie- por necesidades del guión… No quiero ser desconsiderada con quien me que trajo al mundo, al menos en sentido figurado -pero, como saben, a mí lo que de verdad me endeliria son los olores bien intensos (aquí)-.

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Regresamos atravesando prados de hierba alta que me hace cosquillas, mojándome la barriga. Corro, doy saltos y retozo con la lengua fuera. Me dirijo ladrando hacia una manada de vacas que huyen, asustadas, al galope cual ovejas. Ninguno de los presentes había visto una vaca correr de esa forma…

A la hora de dormir mi mamá me construye una camita, utilizando su mochila, a los pies de su saco de dormir, y me envuelve en su forro polar intentando imitar el look de bebé de Sebastopol que tanto le gusta a mi papá -si bien él cuenta con mejores medios-. Pese a intentar darme calor poniéndome los pies por encima, está preocupada dado que, aunque ya sé lo que es dormir en la calle, nunca lo hice mojada a esa altitud -y a esa temperatura, que hace que ella sienta frío incluso en su saco de plumas que aguanta -20° C-. Por ese motivo, pasado el rato, y cuando todo el mundo duerme, me abre disimuladamente la puerta del albergue para que pase la noche sobre la alfombra del comedor.

A la mañana siguiente me deslizo fuera con la primera persona que abre la puerta y -aunque sé que no debo despertarla- la emoción es demasiado fuerte, por lo que me abalanzo dando lametazos sobre el exiguo trozo de cara que asoma entre el saco y su gorro.

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Carlos tiene otras salidas en el día de modo que, como vinimos con él, tenemos que salir inmediatamente.

Mi mamá empaqueta la carpa, el saco, el aislante y el resto de bártulos en un tiempo record que, sin embargo, no resulta suficiente…

… Yo soy el nexo de unión entre todos los integrantes del grupo que se dirige hacia el vehículo: los paisas que salieron hace 20 minutos; Carlos, que camina como un gamo y, por último, tambaleándose bajo el peso de su mochila, mi mamá: el último eslabón.

Al comienzo rastreaba el terreno con la avanzadilla y regresaba desbocada, patinando sobre el barro, para indicarle el camino; pero la distancia cada vez se va haciendo más larga, por lo que acabo abandonando el grupo para quedarme con ella. Cuando, tras saltar una valla y, sin tener ni idea de hacia dónde avanzar, me silba con la esperanza de que asome ante sus ojos en el prado que se extiende ante ella, y  yo aparezco corriendo, pero por detrás, se da cuenta:

No sólo es el último eslabón, es el eslabón perdido…

Nos encontramos de nuevo gracias a que me dirijo al lugar de donde provienen los gritos de nuestro amigo, con mi mamá pisándome los espolones.

A la llegada a Bogotá deja su morral y las pesadas botas de montaña en el coche de Carlos, dado que quiere pasear por la ciclovía dominical y comprar una bici de segunda mano para volver a casa, yo corriendo; ella pedaleando. Caminados pocos metros se da cuenta de que su impermeable fucsia no cuelga de la mochilita que carga, con nuestra ropa empapada, a la espalda…

… Ese impermeable fucsia contiene las llaves de la casa, 250.000 pesos para la bici, y la tarjeta de Bancolombia.

¿Si entienden ahora porqué mi mamá usa tarjeta sin nombre y siempre va indocumentada?

6 Comentarios
  • Raquel
    Publicado en 16:01h, 12 noviembre Responder

    Quería Linda, tu madre…..es sí, no hay vuelta de hoja…lo que es, ES.
    Y la queremos por ello, aunque ya me queda hipertensión claro que nunca le dejaremos algo que sea susceptible de ser perdido…
    Un viva por la perdulera de tu madre!!

    VIVA!!

  • Raquel
    Publicado en 16:02h, 12 noviembre Responder

    Uy, no es hipertensión…es hiper claro!!jeje

    • Linda Guacharaca
      Publicado en 19:24h, 12 noviembre Responder

      Madre mía, pensé que te había vuelto doctora en medicina y me estabas diagnosticando…

      ¡¡¡VIVAAAAAAAAA!!!

  • Isa Paz
    Publicado en 13:48h, 14 noviembre Responder

    JajajjajaJajajaja ay bendito tu madre es cosa seria….pero eso también la hace única, sino no tuviera tantas aventuras. Dile que le recomiendo sacarle fotocopia a la cédula y ande con ella. Eso hace un amigo para eso de la identificación porque el también teme perderla. En mi caso la he perdido 3 veces….pero no aprendo, aun cargo la original. Sin embargo, la tecnica de mi amigo le ha resultado estupendo. Por otro lado, lindo paseo ?

    • Linda Guacharaca
      Publicado en 01:47h, 18 noviembre Responder

      Excelente idea lo de la copia de la cédula. Yo se lo digo… O, se la cojo cuando la deje sobre la mesa y veo a ver si me la hacen a mi, porque si se lo digo se le olvidará también…

      ¡Qué alegría leerte por allá de nuevo, tortuguita!

  • Isa Paz
    Publicado en 22:37h, 19 noviembre Responder

    ¡Me hacen feliz tus historias…me tienes al pendiente! ^_^

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