Aquella noche fuimos a informarnos sobre los paseos al páramo de Ocetá a la oficina de turismo de la Alcaldía. El señor encargado, con un bigote negro más tupido y largo que el mío, se entusiasmó tanto con nosotras que: 1. Me permitió subir -incluso sin que mi mamá se lo pidiera- al páramo, siempre y cuando llevara correa en el punto en que habitualmente se ubican los venaditos y 2. Me invitó a echarme bajo su mesa mientras la invitaba a tomar una cerveza… que mi mamá cambió por una gaseosa.
-¿Usted va con Linda a Monguí?-.
Así nos saludó el conductor que nos esperó, al vernos correr con la lengua fuera tras él, a la salida del terminal de Sogamoso.
Mi mamá casi se cae de espaldas, menos mal que llevaba su morral para amortiguar.
Sogamoso en una ciudad particularmente vanguardista en la que los perros podemos entrar en todas partes, a diferencia de las bicicletas.