Lo primero que me enseñó mi inexperta mamá al dejar mi gasolinera fue a levantarme.

-¡Arriba!- decía, poniéndome un plato con carne y arroz ante el hocico, ante lo que el esqueleto incapaz de estirar las patas traseras que era yo entonces, respondía tambaleándose. Y no me daba la comida hasta que no estaba en pie, para que se hagan una idea de lo que me esperaba...

Como saben, en los dos últimos años, y puede decirse que "gracias" a mi atropello, pasé de ser una perra confinada a vivir en tres metros cuadrados de mi gasolinera natal -que recibía, por parte de aquellos que pasaban, un huesito de pollo, una patada, o la más fría indiferencia-; a viajar por medio mundo como embajadora de los perros criollos a este y al otro lado del océano.

Desde que nos conocemos escribí sobre mi recuperación, nuestra vida cotidiana, y sobre mis aventuras. En el día de hoy quiero tratar un tema bien peliagudo y que, estoy segura, hace meses que muchos de ustedes estaban esperando: cómo hacer posible su deseo de viajar con sus humanos.