Aroma de flores

-¿Sabes cómo es cuando conoces a alguien y sabes que es él?-.

De este modo se refería Laura a mi papá, con quien compartía su vida desde hacía un par de meses.

La conocimos, junto con mi abuelita, en su casa en diciembre. Ellos iban a vivir juntos en el apartamento que Steven acaba de comprar, una bonita casa, al norte de Bogotá que quería renovar con sus propias manos; y nosotras necesitábamos un nuevo techo antes de que Pecas acabara con todas nuestras pertenencias (aquí), por lo que mi papá, como siempre, deseoso de ayudar, nos puso en contacto.

Mi incontinencia sufrió su pico más agudo de todos los tiempos precisamente ese día: desde el momento en que me senté frente a la puerta de su bonito apartamento para saludar, cada vez que cambiaba de postura -lo que ocurría constantemente, dado que tengo fobia a los líquidos sobre mi cuerpo-, un extenso charco se extendía sobre el suelo donde antes había estado mi cola.

Mi mamá limpiaba primero con papel higiénico y luego, a la vista de que iba a acabar con el rollo en cuestión de segundos, con un paño absorbente que enjuagaba una y otra vez.

-No entiendo, no entiendo nada- decía, sospechando, sin embargo, que tan surrealista escena tenía que ver, además de con mi atropello -o los palos que recibí en la gasolinera-, que afectaron a mi sistema urinario, con el estrés. Mi primer episodio de incontinencia se produjo el día que conocí a quienes iban a cuidarme mientras mi mamá viajaba por Asia con Milady, su bicicleta. Después de buscar durante semanas, por medio mundo, con quien dejarme, llegamos a Madrid a casa de sus tíos, ella estaba nerviosísima de que todo fuera bien, y yo me oriné en mitad de la cocina mientras la familia al completo me rascaba la panza, causando una inmejorable primera impresión (para quienes quieran profundizar en el tema: aquí).

En esta ocasión percibo su agitación porque necesitamos un hogar con urgencia, dado que ya salimos del anterior, y estamos teniendo grandes dificultades debido a tener dos patas de más.

La foto está tomada en nuestra casa en Providencia... Como no me doy cuenta siempre me pregunto ¿qué es eso? Y, a continuación, me limpio como puedo con mi lengua...

Como no me doy cuenta siempre me pregunto ¿qué es eso? Y, a continuación, me limpio como puedo con mi lengua.

Laura reaccionó con la misma calma y comprensión que mi papá ante las ventosidades que lanzaba a diestra y siniestra el día que me recogieron, tan apestosas y frecuentes que mi mamá, que iba conmigo en el baúl y las vivía en primera línea, estaba perpleja.

-Es normal- decía él, sonriéndome por el espejo retrovisor -¿es que tú no te tiras pedos?-.

-Si… ¡¡¡Pero no tantos!!!-.

Luego resultó no ser tan normal, sino fruto de la tenia, la giardia y varias cepas más que poblaban mi intestino y que me tuvieron tragando Metronidazol y antibióticos durante un par de meses -también por las heridas en mis patas-; pero ese fue el talante que él tuvo siempre conmigo, haciéndome sentir la perra más aceptada del universo.

Aunque no se le ve mi papá estaba de visita. Ahí estoy vigilando sus zapatos...

Mi papá estaba de visita. Ahí estoy vigilando sus zapatos…

Si eso no es actitud entonces yo no sé... Aunque confieso que,  después de dos meses, cada vez que mi mamá aparecía con las gasas y el agua oxigenada desaparecía detrás de la lavadora...

Si eso no es actitud entonces yo no sé… Aunque confieso que al final, cada vez que mi mamá aparecía con las gasas y el agua oxigenada, desaparecía detrás de la lavadora…

Más allá de ayudar a mi atribulada mamá con la intendencia, acariciarme la cabeza y comentar lo mucho que él me quería y hablaba de mí, así como que les encantaría quedarse conmigo unos días en su próximo viaje, Laura no hizo la mínima referencia a la ostensible situación, incluso siendo un detalle ciertamente relevante a la hora de arrendar un apartamento.

Entonces llegaron, por primera y última vez en mi vida, mis dos papás -el biológico y el adoptivo- juntos, que acababan de conocerse en el parqueadero.

Yo no sabía a cuál saludar primero: aullando de felicidad, agitando la cola salpicando orina por doquier, saltaba alternativamente sobre uno y sobre otro, mientras ellos se retiraban, como dos caballeros que son, cediendo el protagonismo al otro:

-Linda saluda a tu papá-.

-No Linda, saluda primero a tu papá adoptivo-.

-Vaya, bonita, vaya a saludar a Steven-.

Ambos sonreían de oreja a oreja, mirándome embelesados, emocionados ante tamaña demostración de amor y alegría de la niña de sus ojos, dispensándoles semejante recibimiento por partida doble.

Si Laura sentía que había encontrado a la persona para ella, mi mamá se fue de su casa esa tarde sintiéndose profundamente dichosa por Steven: tras muchos años en los que había añorado compartir su vida y formar una familia por fin, estaba sucediendo… La complicidad y el amor que irradian sentados uno junto al otro hacen que mis charcos poco a poco se vayan convirtiendo en gotas. Laura trabaja en proyectos sociales; desprende una sencillez, una afectuosidad, y una calidez que, unidos a su cabello rubio, los hace parecer hermanos; le gusta viajar -en Navidades van a Europa a conocer a mi nuevo primo, que es criollito, igual que yo, mezcla de blanca y de negro-; y tiene una bicicleta en mitad del salón.

Esa fue la última vez que pude lamerle la nariz.

Cuando nos mudamos a nuestro actual hogar, pasamos por su casa para recoger la última pieza del mobiliario que vivió allá, junto con las plantas, los ocho meses que estuvimos fuera de Colombia: un banco de color azul que compraron juntos en el mercado de las pulgas, días antes de aquel viaje a los Llanos que unió nuestros caminos.

No lo pude ver, pero su olor me llegó mezclado con el aroma de las decenas de flores que adornaban su hogar como recibimiento a Laura, que llegaba esa noche de Australia.

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